Gisela Kozak
América Latina y África se han constituido en los dos continentes víctima por excelencia. Ambas fueron colonizadas por europeos en el pasado y esta intervención se considera definitoria de su presente; ambas son pensadas como si en lugar de entidades multinacionales fuesen dos países. En el caso de nuestra región, esta reducción invisibiliza las grandes diferencias existentes, por ejemplo, entre Guatemala y Uruguay o entre Venezuela y Chile, al igual que los logros y las equivocaciones internas, y, por sobre todo, deja a un lado la responsabilidad real de los actores sociales, económicos y políticos dentro de cada país.
El mito del continente víctima ha tenido un indudable éxito entre intelectuales y artistas a lo largo de nuestra historia republicana, tal como plantea Carlos Granés en Delirio americano (2022). Un caso ultra conocido de esta visión, con incontables ediciones en su haber, es el de Eduardo Galeano y su libro Las venas abiertas de América Latina (1971), cuya tesis principal es que el continente ha sido sistemáticamente expoliado y esclavizado por potencias extranjeras, lo cual, entre otros tantos males, ha condenado a los descendientes de los pueblos originarios a la exclusión y explica las carencias sociales y políticas que sufre la región. Galeano hace medio siglo se decantó por el socialismo como la gran solución, cuyos resultados todos conocemos.
Martín Caparrós, a quien no se puede acusar de racista o derechista, corrige en Ñamérica (2021) esta tesis de Galeano: la idealización del pasado idílico precolonial subraya la idea de los pueblos originarios como víctimas incapaces de defenderse, suerte de reserva moral y política frente a la voracidad del capitalismo. Se puede agregar que si estos pueblos engrosan las cifras de pobres, culpar a las supervivencias del colonialismo exime de encontrar en el presente las soluciones con la participación de los interesados e interesadas y descarga de sus errores a la diversidad de actores de nuestra historia republicana. Volviendo a Caparrós, y para posible sorpresa de la izquierda que se niega a leer Del buen salvaje al buen revolucionario (1976), de Carlos Rangel, el argentino coincide con el venezolano en la necesidad de dejar a un lado el mito rousseauniano del buen salvaje y, por sobre todo, dejar de identificarlo con los descendientes de las sociedades precoloniales. Hablamos español y habitamos en ciudades, sin menosprecio de las comunidades rurales y de las otras lenguas que han sobrevivido a la colonia y las repúblicas, las cuales deben ser incluso consideradas oficiales si es el caso.
No se trata, ingenuamente o de mala fe, de negar la esclavitud colonial, el racismo o los intereses de los Estados Unidos en el devenir regional sino de entender que fenómenos como el populismo, la mala gestión de la economía, la represión y la corrupción obedecen fundamentalmente a variables nacionales
Además, el papel de Estados Unidos hoy día ha cambiado en relación con el siglo XIX, cuando se anexó parte importante del territorio de México, o con el XX, en el que lanzó invasiones militares a Centroamérica y el Caribe y apoyó las dictaduras del cono sur. Su contraparte histórica, Rusia, ha estado muy presente en la región desde sus tiempos de líder de la extinta Unión Soviética, especialmente en Cuba, y ahora en el papel de aliada de las dictaduras de Ortega, Díaz Canel y Maduro: ¿Rusia es la responsable principal de los desastres nicaragüense, venezolano y cubano?.
Respecto al expolio y al extractivismo, la verdad es que el continente tiene una larga historia de Estados que dominan la economía, no a través de los necesarios marcos legales y jurídicos y de la políticas sociales, sino imponiendo lógicas ajenas a la actividad económica. Lo que ha hecho la Revolución Bolivariana en Venezuela con su recurso energético principal es el mejor ejemplo: quebró a una economía petrolera, toda una hazaña según los conocedores del tema, y no precisamente por interés en las energías limpias y el cambio climático sino a razón de la más criminal ineptitud. En el caso venezolano, Estados Unidos no es responsable del despilfarro, la corrupción y la pésima calidad de las instituciones del país; tampoco Rusia: la responsabilidad absoluta pertenece a la Revolución Bolivariana. Lo mismo vale para la represión política a lo largo de la trayectoria de la Revolución Cubana: es de un cinismo mayúsculo justificar la persecución sistemática a la oposición so pretexto del bloqueo estadounidense y de la defensa de la soberanía nacional.
La tragedia de América se podría resumir en tenerlo todo para serlo todo sin lograr ir lo suficientemente lejos. El culpable cambia según el signo ideológico, de tal suerte que los males como la pobreza y la violencia no tienen su razón principal en la práctica política, social y económica colectiva sino en el neoliberalismo, según los sectores más a la izquierda; o en la migración, la amenaza comunista, el crimen organizado, el feminismo y “la ideología de género” (término acuñado por el Vaticano), según las convicciones de las cada vez más populares derechas antiliberales, al estilo de Jair Bolsonaro. Mientras, no cambia la suerte de los más débiles, de las verdaderas víctimas, las que no pueden defenderse y necesitan, de hecho, ser defendidas.
Víctimas reales son los hombres y mujeres con nombre y apellido, cuerpos que no valen nada para quienes tienen el poder o para los que se sienten amenazados por su presencia.
Sobran los ejemplos: los inmigrantes pobres venezolanos exprimidos por los “coyotes” (traficantes de personas), las jóvenes provenientes de distintos países manejadas por la trata de blancas en Europa, y las personas sometidas al escarnio de la xenofobia; las madres que pierden a sus descendientes producto de la violencia o de la necesidad imperiosa de migrar y las mujeres asesinadas por sus parejas; los torturados y las personas objeto de ostracismo en Nicaragua; los inocentes en las mega cárceles de El Salvador y los presos políticos en Cuba y Venezuela; el estudiante que muere a manos de la delincuencia; los periodistas asesinados en México y los líderes ambientales asesinados en Colombia; el campesinado desplazado por el crimen organizado; el niño que “trabaja” de mendigo en las noches de Ciudad de México; el bebé no deseado nacido en alguna frontera, sin papeles ni destino cierto; la niña violada por su padre a la que no se le permite abortar. Estas personas tienen historias de vida que merecerían todo el interés, pero es preferible quedarse en la comodidad de la ideología que conectarse con el otro que no sirve para ilustrar las propias convicciones: el silencio de tantos docentes universitarios e intelectuales de izquierda sobre Nicaragua, Cuba y Venezuela es un excelente ejemplo; otro, la xenofobia y aporofobia manifestada por sectores de la población en América del Sur.
Lamentablemente, la idea del continente víctima sigue siendo clave en facultades de humanidades y ciencias sociales de todo el hemisferio, situación que trasciende el mundo académico y cultural. Los gobiernos de izquierda, incluso los democrático liberales, por no hablar de los que no lo son, se pliegan por conveniencia a aquellas ideas que sirven para desprestigiar a sus adversarios políticos, tildándolos de racistas, clasistas, imperialistas e, incluso, fascistas. Las derechas iliberales les devuelven la pelota calificándolos de comunistas y extranjerizantes, rechazando a los feminismos en bloque y torpedeando los derechos LGBTQ. Semejante retórica desgastada expresa lo lejos que estamos de sacudirnos de nuestra debilidad por el populismo y lo poco que que nos sirven las lecciones de los países que han cambiado las condiciones de su población invirtiendo en educación, ciencia y tecnología en distintos continentes. Razón tienen Roberto Mangabeira Unger (El despertar del individuo. Imaginación y esperanza, 2009) y Moisés Naim (La revancha de los poderosos, 2022) cuando indican que la gran vitalidad creativa existente en la ciencia y la tecnología no se refleja en otros campos como la política y las respuestas a los retos globales es demasiado lenta para las exigencias de los tiempos. Si esto es cierto para los países y regiones líderes en innovación, qué queda para América Latina, una región que solo participa con el 5% del conocimiento científico mundial y en donde hasta los presidentes “millennials” como Gabriel Boric, y Nayib Bukele, tienen su debida carga de naftalina ideológica. Es imperativo dejar atrás las ideas cadáver y enfrentarse a la crisis del Estado nacional en un mundo global; sobre todo, no hay que olvidar nunca que las víctimas no pueden cambiar su destino.
Gisela Kozak Rovero, PHD. Venezolana residente en México. Profesora universitaria y escritora. Actualmente se desempeña como docente de cátedra en el Tecnológico de Monterrey y escribe regularmente en Letras Libres (digital). Feminista y activista LGBTQ. Ha publicado doce libros (narrativa, ensayo, investigación académica); el último es Parque en ruinas. Venezuela y las izquierdas. Madrid: Kalathos, 2023.
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