En 1950 Ray Bradbury publicó sus Crónicas marcianas. Era un libro de cuentos que el autor unió en una especie de novela sobre la colonización de Marte. Fue una concesión a las finanzas. Los cuentos no se vendían, pero sí las novelas. Seguramente la leyó Wernher von Braun, un alemán que estaba gratamente refugiado en Estados Unidos, gran experto en cohetería, como dolorosamente sabían los británicos y los holandeses. Von Braun y otros 1500 sabios y técnicos habían sido rescatados de Alemania por los servicios de inteligencia de Estados Unidos al final de la Segunda Guerra mundial, en una operación que tenía el inocente nombre de “Paperclip”, organizada por Allen Dulles. Los soviéticos les pisaban los talones.
En 1952 Von Braun, ex oficial de las SS del ejército alemán y ex jefe del departamento de cohetería, le envió un proyecto muy detallado a Harry Truman, entonces “su” presidente, sobre cómo debía ser la colonización de Marte. Él fabricaría unos enormes cohetes capaces de transportar una expedición de 10 naves espaciales que pudieran llevar 700 personas a bordo, más tres aviones de pasajeros que servirían para “amartizar” en el planeta rojo. Por cierto, en la narración de Bradbury Marte estaba habitado por unos marcianos propensos a enfermarse de los virus que infectaban a los expedicionarios, como había sucedido en las colonizaciones en la Tierra. En esa época se pensaba que entre los millares de planetas semejantes a la Tierra habría vida como la que se encuentra en nuestro mundillo. Hoy la visión es otra.
Esta historia se origina en varias crónicas absolutamente terrícolas. La de Gustavo Coronel, un excelente escritor venezolano, publicada en su blog (Las armas del Coronel) también titulada como “El sentido de la vida”, y las vicisitudes de “Perseverance”, el vehículo que en estos días explora la superficie de Marte en busca de alguna forma de vida presente o pasada, y, además, evalúa si es un sitio colonizable, dado que, aparentemente, contiene agua líquida, requisito (por ahora) indispensable para la aventura de vivir.
En mi adolescencia, en los años cincuenta, había perdido irremisiblemente la fe en el cristianismo, como cuento en mis memorias “Sin ir más lejos”, pero no a buscarle un sentido a mi vida. Recuerdo que busqué una respuesta en Unamuno (El sentido trágico de la vida), pero fue infructuoso. Don Miguel sólo aportaba dudas y gritos filosóficos. Seguí con Víktor Frankl (El hombre en busca de sentido), mas no encontré nada que me devolviera la fe. Sólo hallé alguna coherencia en El fenómeno humano de Pierre Teilhard de Chardin, un jesuita francés, paleontólogo, que estudiaba la evolución, y llegaba a la conclusión de que algún día todos coincidiremos en el Punto Omega. A partir de ese estadio de la conciencia universal comparece el hombre de fe y el autor propone la segunda venida de Cristo etc. etc. con lo cual, al menos para mi, dejó de ser interesante.
¿Y qué tal si el sentido de la vida está en la lenta colonización del espacio sideral? En 1957 fue la primera vez que los seres humanos lograron escapar de la atracción de la Tierra. Le llamaron Sputnik a ese objeto cilíndrico lanzado por los soviéticos. En 1969 el astronauta Neil Armstrong, norteamericano, a bordo del Apolo 11, puso su pie en la luna por primera vez, a 300,000 kilómetros de la Tierra. Hoy estamos viendo las nítidas imágenes de Marte, nada menos que a 55 millones de kilómetros, gracias a las cámaras instaladas en “Perseverance”.
Al llegar a este punto siempre cuento la historia de mi abuela María Altagracia (dominicana, claro ¿qué otra cosa podía ser con ese segundo nombre?).“Maricusa” para sus familiares y amigos, culta lectora de Spencer. Su niñez transcurrió a lomo de caballo a fines del siglo XIX. Pero, como vivió casi cien años, pudo ver, asombrada, a “los americanos” caminando en la Luna. Un siglo no es nada para las hazañas científicas o para el tiempo sideral. El Sol continuará dándole luz y calor a la Tierra por varios miles de millones años más, hasta que se apague como resultado del principio o ley de la entropía.
Naturalmente que podemos conquistar y colonizar Marte, e incluso escaparnos del sistema solar y hasta de nuestra galaxia. No importa si sólo hay vida en la Tierra. Mejor. Nuestra misión es llevarla hasta los confines del Universo. Tal vez ése es el sentido de nuestra vida.
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