Manuel Molano
¿Qué significa esto para su gente? En una palabra, yo diría: ‘libertad’. Libertad de ganar dinero, libertad de elegir y libertad para ir de aquí para allá, escribó en 2018 Mark Buckle, un estadounidense fascinado con el progreso chino.
Sin embargo, la historia ha sido diferente. En 2018 Buckle pudo ver libertades, pero Xi Jinping, el líder nacional, tenía una idea distinta desde mucho antes. Xí es el hombre fuerte, o el secretario general, para ser precisos con el lingo burocrático, del Partido Comunista Chino (en adelante PCC), y presidente de la Comisión Central Militar. Es el jefe político de China desde 2012. Xi Jinping tiene ideas muy diferentes a las de Deng, el gran reformador chino, arquitecto de la reapertura de China al mundo, que alcanzó un parteaguas algunos años después de su muerte en 1997. El gran cambio ocurrió en China en diciembre de 2001, cuando “la nación de en medio”, como dice la traducción literal de los dos ideogramas con el que escriben su nombre, accedió a la Organización Mundial de Comercio.
Si Mao es un ejemplo de libro de texto sobre los fracasos de la planificación central en la producción de los países, Deng es un ejemplo de cómo dar la vuelta a un régimen socialista-autoritario en una economía de capitalismo de Estado.
El otro ejemplo, casi contemporáneo al de Deng, fue el de la Unión Soviética, cuyo fracaso fue estrepitoso, por no encontrar un marco institucional que les ayudara a reestablecer una economía de mercado, con respeto a los derechos de propiedad. Gorbachov, el líder de la URSS, pensaba que las reformas económicas (perestroika, la palabra de moda en esos años), podrían ocurrir sin glasnost, una reforma política que otorgara libertades a la población. En esto, la URSS fracasó y se disolvió. China parecía la prueba de que tal cosa era posible.
Xi es un hombre con una historia personal que explica, al menos parcialmente, por qué su postura es tan diferente a la de Deng. Un documental de la Deutsche Welle (2022) habla sobre los años formativos de Xi, cuando su padre, Xi Zhongxun, era un funcionario de la era de Mao Zedong. Xi Zhongxun fue parte de la segunda generación de liderazgo comunista chino, que cayó en desgracia en el régimen durante la Revolución Cultural. Quizá, esto ha llevado a Xi a consolidar su poder tratando de demostrar a los críticos internos en el PCC que él es más maoísta que Mao. Por ello, China ha visto un retroceso en las libertades ganadas a través de décadas, principalmente desde que aquel despistado que iba con una bolsa de mandado en las inmediaciones de la Plaza de Tiananmen en 1989, acabó parado enfrente de una columna de tanques militares y detuvo parcialmente su avance, en medio de una masacre represiva del Ejército de Liberación de la Gente contra su propia gente.
Pero, antes de Tiananmen y la apertura a las libertades para los chinos, hay que hablar del régimen represivo anterior a esos sucesos. Para hablar de la Revolución Cultural, hay que hablar un poco sobre Mao Zedong, el líder del PCC desde 1943 hasta 1976, un marxista convencido. La Revolución Cultural fue un prolongado pogromo de odio contra quienes propusieran oposición, racional o no, a las políticas de Mao. También, se le atribuye a Mao la Gran Hambruna China de 1959 a 1961. Desde la más absoluta ignorancia, Mao, quien era el líder político más importante de China en ese tiempo, tanto en el PCC como en el gobierno, impulsó políticas para la colectivización de la agricultura que resultaron en escasez, hambre y muerte. Las políticas del líder desplazaron agricultores de tierras donde tenían algo cercano a derechos de propiedad milenarios, y propició acciones como la Política de las cuatro plagas: matar a los gorriones, ratas, moscas y mosquitos, con el argumento de que se comían el grano, lo cual hizo vulnerables las cosechas a otras plagas, como los saltamontes (Steinfeld, 2018).
Después de Mao y gracias a Deng, China sí tuvo una transición del autoritarismo socialista a un autoritarismo de capitalismo de Estado. Este fue un proceso que facilitó Estados Unidos, desde la administración del presidente Nixon. Estados Unidos siempre ha tenido una preocupación respecto a una potencial guerra con China.
Los chinos son muchos, son disciplinados, tienen tradición bélica y durante el Siglo XX y lo que va del XXI han acumulado una gran cantidad de tecnologías que tienen aplicaciones militares. No hace falta ser un espía o tener memoranda confidencial de las agencias de inteligencia estadounidenses para corroborar este fenómeno. En 2017, la revista británica The Economist advertía sobre la llamada “trampa de Tucídedes”, idea popularizada recientemente por el politólogo estadounidense Graham Allison, según la cual el conflicto bélico entre un poder emergente y uno que declina es inevitable.
Todavía vive don Henry Kissinger, y habría que preguntarle antes de que muera, si la estrategia de Estados Unidos hacia China, de apertura de puentes económicos y comerciales, surtió el efecto deseado o solamente retrasó un conflicto inevitable. En 1971 Kissinger visitó secretamente China. Aquello era un escándalo; un asesor de política exterior a ese nivel hablando con una potencia enemiga que estaría apoyando a enemigos de Estados Unidos en la región por su afinidad comunista, como Norcorea y Vietnam.
Estados Unidos, durante el último cuarto del siglo XX, fue invirtiendo, de manera cautelosa pero sistemática, en generar oportunidades de negocio para China. Quizá en los años 70 y 80, como un esfuerzo para que el país se alejara de la esfera del totalitarismo soviético. Después, una especie de “chinamanía” se apoderó de Estados Unidos y sus empresas. En especial en la rama manufacturera; los consorcios industriales de los Estados Unidos querían estar en China. Otros países, como Alemania y el resto de Europa, se unieron más adelante.
En 2006, el autor de este ensayo trabajaba en el Instituto Mexicano para la Competitividad, donde el caso chino se estudiaba con asombro, pero también con temor y preocupación. Uno de mis colegas en esa época, Francisco Fernández, me mostró evidencia reveladora: los productos de China eran en realidad inversiones estadounidenses que aprovechaban la mano de obra barata del país de en medio. Esa era, y sigue siendo, una explicación parcial de por qué el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) no fue todo lo que los mexicanos esperábamos de él. México acabó haciendo productos de más alto valor agregado, como los automóviles, donde la cercanía geográfica eran la fuente de la ventaja comparativa, mientras que China se quedó con los contratos de productos de alto volumen y bajo valor agregado, como los textiles, la confección, las manufacturas plásticas de consumo, y los electrónicos, solamente por mencionar algunos.
Cuando el líder Xi Jinping visitó Estados Unidos, en 2013, el Internet se pobló de memes que mostraban una foto de Obama y Xi caminando, y junto una foto de Winnie Pooh y Tigger, que tenían cierto parecido, en garbo y figura, con los dos líderes mundiales. En 2017, China censuró la película Christopher Robin de Walt Disney, que se estrenaría el año siguiente. Los juguetes, posters e imágenes del entrañable personaje de A.A. Milne, al menos en su versión de Disney, se prohibieron en el mercado chino.
Quizá eso demuestra el escaso sentido del humor y la piel delgada del líder chino, y de ahí podemos deducir su carácter antidemocrático e intolerante. Nadie debería llamarse a sorpresa.
Los chinos han reiterado, de muy distintas formas, que la democracia y la sociedad libre son imposiciones culturales de Occidente, que no tienen arraigo en la cultura y tradiciones chinas.
El affaire Winnie Pooh también refleja el escaso respeto que Xi tiene por la empresa privada y los derechos de propiedad. Cosa que tampoco debe sorprendernos, porque esa fue la principal preocupación de los críticos estadounidenses a la tendencia de inversión creciente exponencialmente de las corporaciones de ese país en China. Los productos de empresas estadounidenses, protegidos bajo el sistema internacional de patentes, empezaban a aparecer con marcas chinas en los mercados globales, a precios ridículamente bajos. Ciertas industrias, como la del acero estadounidense, han tenido la preocupación constante de los precios bajos de China, que no son resultado solamente de costos de mano de obra bajos; las acerías son negocios de los gobiernos locales, los cuales ignoran sistemáticamente los costos de capital, simplemente para crear empleos y lograr nuevos recursos a fondo perdido para la inversión provenientes del gobierno nacional chino. Otras industrias, como las manufacturas ligeras, siempre externaron preocupaciones desde países competidores a China, que ese país realmente tiene mano de obra cuasi-esclava sin posibilidades de negociación colectiva, y sin sistemas de seguridad social y fiscal que graven sus actividades.
El autor de este ensayo trabajó en la rama textil-confección en México, entre 1997 y 2000, alrededor del momento en que China empezaba a ser prevalente en los mercados globales y justo antes del acceso del país a la Organización Mundial de Comercio. En 2000, observamos una reducción del precio en dólares del contenido de mano de obra de la ropa manufacturada, a un tercio de su nivel en 1997. Las prendas terminadas llegaban al mercado mexicano, canadiense y estadounidense a precios de venta, que eran muy inferiores al costo integrado mexicano de empresas altamente eficientes. Así es la vida, y así son los mercados; muchas de esas empresas que vieron una promesa en la “maquila”[1] mexicana de ciertos productos de bajo valor agregado, tuvieron que cerrar, en México y en otros países competidores a China. A muchos economistas, en las primeras dos décadas de este siglo, nos chocaba la idea, pero cada vez parecía más claro que el modelo de capitalismo de Estado chino permitía mover capital entre sectores, no respetar la propiedad intelectual, e inducir precios artificialmente bajos construidos desde una lógica de nula libertad para los trabajadores chinos. En esas dos décadas, los escándalos por suicidios en FoxConn, la empresa subcontratada por Apple para producir sus electrónicos, parecían evidencia dura de que había en marcha un proceso deshumanizante y antiliberal en marcha en ese país, que les permitía crecer a tasas superiores al 8 por ciento por año, pero a costa del crecimiento de otros países en el planeta con tradiciones democráticas, sindicalistas y de libertades.
[1] La maquila es el término local mexicano que usamos para designar los trabajos externos que una empresa realiza con otra, posiblemente en otro país, para aprovechar su experiencia, o sus costos laborales bajos.
Una de las cosas que más nos refriegan en la cara los economistas sino-entusiastas a los demás, es su altísima tasa de ahorro e inversión. Por arriba del 50% del PIB en cada año, pareciera que buena parte del secreto de la economía china para crecer sin límite, era invertir.
Algunas inversiones son muy impresionantes, como la red de trenes de alta velocidad, que es la más grande del planeta. De hecho, es más grande que todas las existentes, sumadas. En América Latina, el entusiasmo por la inversión en infraestructura encontró en China un aliado estratégico.
China, con pocas excepciones, le prestó recursos cuantiosos a muchos países latinoamericanos, como lo hizo en África, Medio Oriente, el Pacífico y otras regiones del mundo en desarrollo. Esos países, han encontrado que la deuda china se ha vuelto prácticamente impagable. Asimismo, estos vínculos económicos harán difícil que países endeudados con China cambien de ideología hacia la democracia liberal, y es más probable que decidan instaurar regímenes autoritarios.
La filosofía socialista exige sacrificios a la población para desarrollar los países. Ha sido una tradición histórica en el marxismo-leninismo. El caso chino no es la excepción. El Estado chino exige una tasa de ahorro, inversión alta, para construir el país que se imaginan los líderes, parado sobre los hombros de una población que vive con privaciones.
China no tiene una cuenta de capital abierta con el mundo. Su moneda, el renminbi, tiene convertibilidad limitada a otras divisas. Los nacionales chinos no pueden fácilmente invertir en bonos, acciones y otros activos afuera de China y denominados en monedas distintas de la local. Dicha estrategia tiene un inconveniente. Cuando ahorras más del 50 por ciento de lo que produces, eventualmente te quedas sin negocios domésticos donde ese capital pueda tener un retorno razonable.
El ahorro y la inversión altos no son una característica marxista. A esta estrategia, algunos analistas han llamado “El modelo de producción asiático”, porque así ocurrió en Japón después de 1945 y en Corea del Sur después de la guerra con el Norte de 1950-53.
Los precios al consumidor son muy altos, los impuestos son muy altos, la tasa de ahorro obligatoria, a través de esquemas pensionarios, por ejemplo, es muy alta, y de esa forma, se logra entregarle una dotación mayor de capital a cada trabajador, lo cual, eventualmente mejora la productividad del trabajo. Ese modelo eventualmente se agota, porque no se puede mantener el mercado de capital y el consumo reprimido para siempre. Las familias deciden vivir a partir de consumir parte de la riqueza ahorrada, y no hacer esfuerzos adicionales; las economías se quedan sin un incentivo para crecer, como ocurrió en Japón en las últimas dos décadas.
En China muchas de estas inversiones acabaron en negocios inmobiliarios que crearon una burbuja especulativa. La insolvencia de Evergrande, un conglomerado inmobiliario cuya capacidad de repago de créditos estaba en función de precios inflados de propiedad, ha tenido ondas expansivas en la economía china. Sin embargo, antes de la insolvencia de esa empresa en 2021, ya había señales de que se estaban agotando las oportunidades de inversión en la economía china. Ciudades vacías, carreteras y trenes que no iban a ninguna parte, fueron algunas de las señales tempranas desde la década del 2010. A la economía China le falta un ingrediente muy importante para el funcionamiento adecuado de los mercados: la iniciativa individual, y un Estado que desee la prosperidad de sus ciudadanos. El Estado chino, por el contrario, está preocupado por la prosperidad de los chinos; no vaya a ser que cuando se vuelvan ricos, decidan ser libres, y prescindan de la alta burocracia y el PCC.
Por supuesto, esto ha resultado en todo tipo de mercados paralelos para que los ciudadanos de ese país, especialmente los de alto valor patrimonial, puedan adquirir activos en lugares donde los derechos de propiedad sean más firmes. Al igual que los ricos en Rusia, Latinoamérica, Oriente Medio, África y otros rincones del mundo en desarrollo, los individuos de alto valor patrimonial en China preferirían estacionar su riqueza en Estados Unidos o Europa, o al menos en Australia. También de ahí se deriva el rechazo tajante del gobierno de China a las criptomonedas, y su constante malestar con el deslizamiento reciente del valor real del dólar. Con la depreciación del dólar, deudores de Estados Unidos han reducido significativamente el valor de su deuda con acreedores chinos, y evidentemente esta transferencia de riqueza hacia Estados Unidos no le gusta al gobierno chino.
Por más policiaco que sea el régimen, el éxodo de capitales ha sido imparable. Pero, aun así, la economía china tiene potencial de crecer por arriba del 5%. En un editorial de marzo de 2023, la publicación inglesa The Economist explica que el pronóstico para este año (“alrededor” del 5 por ciento, decía el pronóstico oficial hace seis meses) es poco ambicioso, porque no hay condiciones para crecer. Por una parte, hay menos pedidos de los Estados Unidos bajo la estrategia de la administración Biden de reducir la dependencia de la economía de ese país a la de China.
También algunos golpes auto-infligidos: la estrategia de contención del COVID19 en China ha sido absolutamente draconiana, y aunque se ha relajado, sigue pesando en las capacidades de la economía china, aún al momento de escribir este ensayo, en octubre de 2023.
Un apunte más sobre la economía china: en realidad son dos economías. Todos nos impresionamos con las fotos de las urbes chinas, llenas de coches, gente y edificios muy modernos. En la franja rural el cuento es otro; la gente ahí vive igual que los campesinos medievales de Europa.
En la china urbana, los gobernantes aspiran a producir unos 12 o 13 millones de empleos por año. Para un país de 1.5 miles de millones, esa cifra es ridícula. En lugar de crear empleos, los chinos (y también otros países en desarrollo) tienen que encontrar la manera de crear oportunidades de todo tipo, de estudio, emprendimiento y trabajo, para la población, especialmente en los sectores donde los salarios son más bajos. Es en esos sectores donde el progreso, la disrupción tecnológica y el crecimiento pueden ser mayores, y donde pueden encontrarse recursos atrapados en la ineficiencia y ponerlos a producir riqueza en actividades, bienes y servicios de mayor potencial económico.
China tiene una ambición de “establecer los términos de un nuevo sistema global, y ello está claro en la narrativa del Partido, la oficial y oficialmente permitida, (…) que difiere de manera crítica con el esencialmente abierto y plural orden internacional que aspira a reemplazar” (Ford, 2015, p. 441). Al menos, ese es el relato del Dr. Christopher Ford, un diplomático y académico estadounidense que es una autoridad en materia de China. Sin embargo, Ford agrega a la frase anterior:
Más allá de una vaga imaginación en un mundo en el cual Asia se reconstruye a lo largo de líneas sinocéntricas y todo el resto del planeta le otorga al Reino de en Medio, el respeto y honor que siente que merece como el centro civilizador de la humanidad y la máquina de paz, global y armonía, hay muy pocos signos de alguna idea concreta, mucho menos de algún tipo de planeación para crear ese orden global (p. 441).
Ford dice que podría ser que las ideas confucionistas que son prerrequisitos para el deseo de supremacía china pueden ser el impedimento para que hagan un plan para construir ese orden, ya que, en la concepción del confusionismo clásico, la autoridad moral preeminente debe crear autoridad política de manera instantánea, como producto del reconocimiento de otros. Algo que no se disputa, dice Ford, es que China al menos se imagina como el poder hegemónico indiscutible en Asia; pero, que los chinos no se ven a sí mismos como hegemones porque el colonialismo es una idea occidental que no les interesa. Simplemente ellos “saben” que merecen el liderazgo global, uno donde no sean el policía del planeta, como Estados Unidos; más bien quieren ser “el padre de todas las naciones” (Ford, 2015, p. 445).
Este deseo de repente se materializa en el ámbito digital, donde han creado una red social altamente viral en el mundo, llamada TikTok, y donde su gran muralla digital ha llegado a interferir con el funcionamiento de sitios de Internet fuera de China. Estados Unidos ha reaccionado con un bloqueo tecnológico a empresas como Huawei, e impidiendo que la tecnología para desarrollar inteligencia artificial acabe en manos chinas.
Las dificultades recientes de los Estados Unidos, desde la crisis financiera de 2008-09 y probablemente la democracia americana en crisis después del presidente Trump, han impulsado a China a tratar de difundir su ideología para exportarla y competir con la estadounidense (Ford, 2015, p. 449).
Los liberales occidentales apostamos a que China no podrá continuar su proceso de desarrollo, a menos que asuma conductas de las democracias liberales occidentales: voto directo, representación política, derechos de propiedad firmes, libertades personales, empresariales e ideológicas, y todas aquellas cosas que Xi Jinping y sus acólitos en el gobierno chino y el PCC dicen que son “imposiciones culturales de Occidente”.
Quizá no tenemos razón los liberales. No existe ninguna evidencia estadística concluyente de un vínculo fuerte en la teoría del desarrollo económico que ligue el crecimiento económico con las libertades y la democracia.
Es posible que el impulso de largo plazo de las naciones libres y democráticas sea mayor que el de las autoritarias, que tienden a crecer en oleadas que se disipan rápidamente. Al menos, eso esperamos los entusiastas de la libertad que vemos, con McCloskey y otros historiadores, que a partir del Siglo de las Luces y de las mayores libertades para el ser humano, la humanidad ha progresado como nunca lo había hecho. Aunque a Xi Jinping y a los dictadores del mundo no les guste la idea, su éxito de los siglos XX y XXI es derivado del éxito de las naciones libres, capitalistas y democráticas. La derrama económica ha alcanzado hasta sus rincones autoritarios, por más esfuerzos que los autoritarios de cada país como China hacen para mantener a la gente “haciendo sacrificios” por la revolución o alguna idea utópica.
La gente tiende a huir de lugares autoritarios y pobres, como Venezuela. Una China sin prosperidad se convertiría rápidamente en una nación altamente represiva y centro de origen de migrantes, y el proceso de empobrecimiento los llevaría a una crisis en la que las personas necesariamente pedirían más libertades personales, en caso de quedarse. En los más de cinco mil años de existencia de esa nación, quizá una de las más antiguas sobre la tierra, este fenómeno ha ocurrido en diversos momentos.
Al final de la década del 40 del siglo pasado, los nacionalistas chinos se fueron a la isla de Formosa hoy conocida como Taiwán. Bajo leyes y reglas más parecidas a las de las democracias liberales de occidente, los taiwaneses se han convertido en una potencia global en materia de tecnología, a pesar de estar asentados en un atolón donde prácticamente no hay recursos naturales, y que China no les otorga su independencia política. Igual sucedió con los chinos habitantes de Hong Kong que vivieron durante un siglo bajo las reglas de la mancomunidad británica: prosperaron, contra todo pronóstico de sus vecinos socialistas. Hoy en día, el PCC quiere apoderarse de Taiwán y de Hong Kong. Como otros socialismos, y a pesar de su impresionante vuelco hacia el capitalismo de las últimas décadas, al final no produjeron mucho más que ilusiones desviadas, locura y muerte, y por eso, tienen que intentar apropiarse de cualquier forma de riqueza que esté al alcance de su mano.
Lo malo es que el autoritarismo y la falta de libertad no se terminan de ir de ninguna parte. Ojalá que China despierte y entienda que no tiene sentido tener una economía rica, si ello no beneficia a sus habitantes, y no les otorga las libertades que ellos, que todos nosotros, imaginábamos que obtendrían.
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